Es un edificio bastante antiguo, pero muy bonito – añadió, invitándome a alzar la mirada. La verdad es que yo no contesté. Me limité a observar la fachada con la escasa luz que la noche y algunas farolas un tanto alejadas nos prestaban en ese punto de la calle de la Palma. Cuando volví la cabeza y tropecé con su intensa mirada sentí como si una multitud en silencio me impidiera avanzar.
Se había acomodado provisionalmente en la parte delantera de un coche mientras esperaba con cierto aire imperturbable mi respuesta. Pensé en concederme algo de tiempo para pensar e intentar encontrar, aunque fuera a toda prisa, un lugar para todas aquellas ideas y pensamientos que, de repente, se amontonaban entre mis ojos sin ninguna consideración; se estaban rompiendo, se arañaban unas a otras, se levantaba el barniz y la pintura que tanto me había costado decidir meses atrás sin que, a estas alturas, pudiera hacer nada.
Permanecí en silencio mientras deshacía calle abajo con pasos extraordinariamente inseguros el camino recorrido con anterioridad. Con los brazos cruzados, una chaqueta gris con diminutas piedrecillas cosidas a mano a la que le faltaba un botón y con la mirada puesta en el suelo de un 27 de agosto de madrugada me decidí, sin más consideraciones, a seguir.
¿Pondrás música? – le pregunté, así, de repente, sin haberlo pensado. Su primera respuesta fue silenciosa. Su rostro se transformó en un inequívoco guiño de complicidad hacia nuestros recuerdos que colmó de inmediato todo lo que yo podía haber esperado durante los días que sin freno se fueron convirtiendo en meses.
¡Pues claro!, ya sabes que conmigo nunca te faltará la buena música – fue su siguiente respuesta. Y en la siguiente sentí su brazo envolviendo mi cuerpo.
La puerta de la entrada era de madera marrón oscuro y estaba adornada con algunas aplicaciones en un color dorado más bien falso y bastante envejecido que le daban un aire un tanto decadente. Dentro predominaba el color gris, o por lo menos, así lo recuerdo. En la pared de la derecha había varias filas de buzones de metal fino, algunos con nombre y otros sin el.
Se había acomodado provisionalmente en la parte delantera de un coche mientras esperaba con cierto aire imperturbable mi respuesta. Pensé en concederme algo de tiempo para pensar e intentar encontrar, aunque fuera a toda prisa, un lugar para todas aquellas ideas y pensamientos que, de repente, se amontonaban entre mis ojos sin ninguna consideración; se estaban rompiendo, se arañaban unas a otras, se levantaba el barniz y la pintura que tanto me había costado decidir meses atrás sin que, a estas alturas, pudiera hacer nada.
Permanecí en silencio mientras deshacía calle abajo con pasos extraordinariamente inseguros el camino recorrido con anterioridad. Con los brazos cruzados, una chaqueta gris con diminutas piedrecillas cosidas a mano a la que le faltaba un botón y con la mirada puesta en el suelo de un 27 de agosto de madrugada me decidí, sin más consideraciones, a seguir.
¿Pondrás música? – le pregunté, así, de repente, sin haberlo pensado. Su primera respuesta fue silenciosa. Su rostro se transformó en un inequívoco guiño de complicidad hacia nuestros recuerdos que colmó de inmediato todo lo que yo podía haber esperado durante los días que sin freno se fueron convirtiendo en meses.
¡Pues claro!, ya sabes que conmigo nunca te faltará la buena música – fue su siguiente respuesta. Y en la siguiente sentí su brazo envolviendo mi cuerpo.
La puerta de la entrada era de madera marrón oscuro y estaba adornada con algunas aplicaciones en un color dorado más bien falso y bastante envejecido que le daban un aire un tanto decadente. Dentro predominaba el color gris, o por lo menos, así lo recuerdo. En la pared de la derecha había varias filas de buzones de metal fino, algunos con nombre y otros sin el.
-No hay ascensor-, eso fue como un susurro de bienvenida, nada desalentador, por otro lado. Justo de frente unas escaleras bastante anchas y apolilladas por la falta de cuidados y el abandono iniciaban su camino débilmente iluminadas por una pequeña bombilla sujeta a un cable. La estancia, en definitiva, bastante dañada y descuidada por el imperdonable paso de esos aquellos años que no perdonan se fue transformando para mí y solo para mí en la puerta de entrada a todo lo que yo querría tener. Enseguida me di cuenta de que sus palabras no habían perdido ni un ápice de su capacidad.
3 comentarios:
Espero que nos sigas deleitando con tu relato, se ha hecho corto.
hooola wapa!!! me hs dejado con la intriga de hacia donde van esas escaleras!!!
cuando regrese espero tener el siguiente fascículo...
un besote enorme. muakkkk
shey
Un relato que consigue cobrar vida de la mano de la imaginación del lactor. ¡Muy bueno!
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